Imaginemos, por un instante, que la política es un juicio perpetuo, donde cada informe de actividades se presenta como una prueba irrefutable. Cuando surgen dos interpretaciones posibles —una que beneficia al ciudadano común y otra que blinda al poderoso—, la balanza debe inclinarse con decisión. In dubio pro cives: en caso de duda, a favor de los ciudadanos. In dubio pro potes: en caso de duda, a favor del poderoso. Cada quien su convicción.
Pero en Baja California, en esta temporada que inunda las redes y los medios, la elección no es abstracta: define si seguimos construyendo puentes o solo levantando espejismos.
Porque, admitámoslo, la mayoría de estos informes son ejercicios de prestidigitación: fotos cuidadosamente seleccionadas, titulares que prometen ríos de progreso, discursos que suenan a himno pero se disuelven al primer contacto con la realidad. Es el arte de la cortina de humo elevado a categoría institucional: se anuncia ayuda, se posa con sonrisa solidaria, se repite el mantra de la transformación y, al día siguiente, la calle sigue rota, el servicio falla y el ciudadano sigue esperando.
Peor aún: en política, una de las peores combinaciones posibles ocurre cuando coinciden los que quieren engañar con los que quieren ser engañados. Y ahí estamos, atrapados en un pacto tácito donde la ilusión colectiva sustituye al avance concreto.
Pero no todo es niebla. En Tijuana, Ismael Burgueño ha roto el hechizo. No con estridencia, sino con la contundencia de los hechos. Calles que ya no son cráteres, servicios que llegan a tiempo, una administración que no necesita gritar para ser escuchada porque sus resultados hablan más alto que cualquier spot.
Mientras otros despliegan galerías de imágenes que duran lo que una story, Burgueño construye legado: el tipo de liderazgo que no pide aplausos, los genera. Y lo hace sin demagogia ni promesas infladas, con la serena autoridad de quien sabe que gobernar es servir, no posar.
Esa solidez lo posiciona, sin aspavientos, como un referente inevitable rumbo a 2027. Porque en Morena, el tablero ya se mueve. Hay quienes proclaman su candidatura con la seguridad de un decreto divino —“no puedo buscar lo que es mío”—, como si el pueblo fuera un mero trámite. Declaraciones que, lejos de fortalecer, revelan fragilidad y crean una paradoja política devastadora: los candidatos con posibilidades reales de triunfo cargan el peso de la responsabilidad, mientras otros, sin compromisos ni resultados, prometen lo que saben que nunca cumplirán.
Porque quien gobierna bien, carga el peso de cada decisión; el que solo aspira, vuela libre de responsabilidad. Pero el ciudadano no es ingenuo: distingue entre quien resuelve y quien solo anuncia. Figuras como Fernando Castro Trenti, con afirmaciones prematuras, no solo generan ruido: fracturan la unidad que tanto se pregona. Y aunque en política es crucial no ver enemigos donde no los hay ni llamar amigos a quienes no lo son, pareciera que algunos prefieren ganar guerras internas antes que transformar una entidad.
La democracia y la política deben servir para resolver conflictos, no para provocarlos. Por eso, en este cruce de caminos, la elección es clara: in dubio pro cives. No más cortinas de humo. No más fotos que sustituyen políticas. No más candidatos que prometen el cielo sabiendo que nunca tendrán que aterrizar.
Baja California merece liderazgos que no pidan fe ciega, sino que la justifiquen con hechos. En ese estándar, Ismael Burgueño no solo destaca: define el camino.
Que 2027 no sea un campo de batalla de egos, sino el momento en que Tijuana —y con ella toda la entidad— consolide un modelo de gobernanza que no necesita proclamarse: se ve, se siente y se vive. Porque cuando la duda aparezca, que sea resuelta del lado del ciudadano. Siempre.