El fuego que nunca muere: crónica banquetera para menores de 30
Columna por Luis Sandín
Cada vez que un estudiante me reta en clase, con esa mirada entre curiosa y desafiante, preguntándome:
“¿Por qué no estoy en la política si tanto hablo de ella?”,
siento que el tiempo se dobla.
Sonrío —no de burla— sino porque esa pregunta me devuelve al niño de 10 años que, sin entender casi nada, sintió por primera vez el temblor de un pueblo que se niega a doblegarse. Y es que la política, la auténtica, nunca fue para mí una curul ni una candidatura: fue, y sigue siendo, un pulso diario, un juramento silencioso con los que menos tienen. Lo llevo en la sangre, y lo ejerzo todos los días frente a un pizarrón.
El sábado los vi: jóvenes, entre los 20 y 30 años. Increíble, pero sus ojos demostraban que aún no entienden el peso que están cargando. Gritaban “¡No más!” como si el aire pudiera romperse. Y a su lado, los infiltrados: hombres de más de cuarenta, barba de tres días, teléfono pagado por alguien que nunca va al Zócalo —ni a pie andan—.
Mientras ustedes querían fuego, ellos querían humo.
Mientras ustedes querían cambio, los de siempre querían que el cambio se viera en su cara cuando el gas les pegara.
Cuando tuve 15, 18, 20 y 25 también estuve allí, y creí que bastaba con romper el aire a gritos. También acabé tosiendo en el metro, con la máscara colgando y el orgullo raspado. También aprendí que muchos de los que empujan vallas o prenden fuego no lo hacen por ideales, lo hacen porque no hay trabajo, porque su papá necesita que lleven algo a la mesa, porque alguien les dio doscientos pesos y una torta por hacer bulla.
¡No los culpo! Culpo a quien los manda.
No culpo al que vende su voz; culpo al que la compra como si fuera mercancía barata. Porque el gobierno podrá hacer lo mejor que pueda, pero mientras el sistema siga convirtiendo cada favor en deuda, tu futuro seguirá en prenda.
La oposición no viene a salvarles; viene a cobrar derechos de autor por la misma película de siempre. La oligarquía no quiere que estén tranquilos; quiere que estén tan ocupados pagando las mensualidades y la luz que nunca tengan tiempo de preguntarles dónde quedó la suya.
No les pido piedras, les pido libros. Les pido que tomen la Constitución, que abran el artículo 41 con el vecino y lo lean, aunque suene a clase aburrida. Que cuando aparezca el encapuchado misterioso no saquen el celular para volverlo famoso: sáquenlo para preguntarle de frente “¿quién te paga?”. Que cuando el algoritmo les diga “comparte ya”, ustedes respondan “primero pienso”. Porque ustedes no son un trend, son un voto que todavía no se ha vendido.
Hoy, con más cicatrices que credenciales, les digo:
la verdadera rebeldía no rompe cristales, rompe el miedo. Rebeldía es sentarse con el que votó distinto y decirle “ven, vamos a ver qué dice la ley de verdad”. Porque cuando nos damos cuenta de que el enemigo no es el de la camiseta contraria, sino el que nos mantiene peleados para seguir robando tranquilo, nace algo que ningún tolete puede apagar: la conciencia.
Y la conciencia no grita, susurra.
No necesita megáfono, necesita espejo.
Mírense, jóvenes.
Pregúntense si van a seguir dejando que les paguen por hacer bulla o si van a empezar a hacer historia.
No soy el maestro perfecto. Soy el que se quedaba después de la marcha, con la garganta hecha nudo, anotando quién pagó los camiones, quién trajo las vallas, quién sonrió cuando empezó el desastre.
Y les invito a hacer lo mismo: no con odio, sino con preguntas.
No con cocteles, con conversaciones.
No con furia, con ganas de entender.
Mañana el camión seguirá pasando tarde y el jefe te seguirá hablando feo. Pero si hoy le dices a tu amiga o amigo:
“¿Y si nos juntamos a leer cómo funciona esto de verdad?”,
ya cambiaste algo.
Si le dices a tu mamá: “vamos a checar en qué se gasta el dinero el regidor”, ya no perdiste.
Si ustedes, los de menos de treinta, deciden que el grito del sábado se vuelva pregunta de hoy, entonces ya no están esperando al mesías: están siendo uno.