Corría el año de 1997 cuando, tomado de la mano de mi padre, en el parque María Luisa C. de la colonia Industrial, en Gustavo A. Madero, vi por primera vez a Cuauhtémoc Cárdenas.
Tenía apenas unos años; no entendí casi nada de su discurso, pero la imagen de aquel hombre sereno, rodeado de gente sencilla que lo escuchaba con reverencia, se incrustó para siempre en mi alma. Aquel día, mi conciencia política echó raíces en la izquierda auténtica: esa que ponía al pueblo por delante de las élites, no en el perredismo que después se pudrió bajo las ambiciones de unos cuantos.
Con los años, esa semilla germinó hacia el obradorismo genuino, no hacia el oportunismo que hoy pretende diluirlo. Marché contra el desafuero de Andrés Manuel López Obrador, formé parte del Gobierno Legítimo que denunció el fraude, pasé noches enteras en el plantón de Reforma, asesoré en San Lázaro, compartí sueños en la organización Flor y Canto con Froylán Yescas, y grité consignas en un Zócalo rebosante de esperanza.
Todos los lunes y martes, gracias al profe Elio y a Armando Morales, en reuniones con quienes hoy son figuras clave de la izquierda, debatíamos cómo romper las cadenas del neoliberalismo.
Después vino la fundación de MORENA en el Distrito 2 federal de la Ciudad de México. Serví como representante de partido ante la Junta Distrital del IFE, bajo la dirección de Eduardo Cervantes, cuando el PT amablemente nos facilitó su estructura. Fuimos un puñado de soñadores —jóvenes y adultos mayores— que invertimos tiempo, sudor y hasta nuestro propio dinero para levantar un partido verdaderamente democrático, después del cadáver moral en que se convirtió el PRD bajo la dirección de Jesús Ortega y la llamada Nueva Izquierda.
Convencíamos puerta por puerta, con la pasión de quien sabe que la política también se hace hablando de los perritos callejeros o de cómo llevar la cultura a las colonias olvidadas. Porque sí, todo lo público se debe politizar.
Y sí, también hubo traiciones. Recuerdo la rabia que sentí cuando desde arriba nos impusieron a Manuel Huerta como candidato, un desconocido de Veracruz que jamás había caminado nuestras calles, y descarrilaron a nuestro compañero Alejandro Alegría. En ese momento comprendí el riesgo: un movimiento que dependiera tanto del carisma de un líder podía volverse personalista, vertical, heterogéneo y, tal vez, efímero.
Aun así, seguí luchando en 2012 y aunque el sistema nos aplastó de nuevo, aquella derrota me enseñó que la militancia no es un cargo ni una credencial: es un sentimiento profundo, una pertenencia irrevocable a la causa de los olvidados.
Llegó 2018 y con él, el triunfo que aún hoy me llena de orgullo, porque siento que también es mío. Sé que ningún proyecto humano es perfecto; quien madura en política aprende que se logra lo posible, no siempre lo deseable. Existe una tensión permanente entre el ideal y la realidad que puede frustrar a los impacientes, pero no a quienes entendemos que la transformación es un proceso, no un decreto.
Claro que hay y habrá personas que no se asuman como servidoras públicas, claro que persistirán inercias y resistencias —incluso dentro de nuestras propias filas—. Pero eso no define al proyecto; son las excepciones que prueban la regla de un gobierno que, por primera vez en décadas, ha puesto a los pobres primero.
Se ha preocupado por millones de personas adultas mayores, jóvenes becados, personas con discapacidad y campesinos que hoy reciben directamente lo que antes se quedaban los intermediarios corruptos.
No existe tercera vía mágica ni centro iluminado que resuelva lo que solo resuelve la voluntad popular organizada. Quien busque purezas absolutas terminará en la impotencia, o peor: en los brazos de la derecha que nunca se fue del todo.
Yo elijo seguir creyendo —y defendiendo— un proyecto que, con todo y sus claroscuros, ha devuelto la dignidad a millones de mexicanos que el viejo régimen condenaba al olvido.
Porque MORENA y la 4T no son solo un gobierno: son la continuación de aquella promesa que vi en los ojos de Cárdenas cuando era niño, y de López Obrador en mi juventud y etapa adulta, y que hoy, gracias a la tenacidad colectiva, empieza a hacerse realidad.
Por eso, con la misma emoción de aquel pequeño que apretaba la mano de su padre en el parque María Luisa, digo sin titubear: vale la pena seguir apoyando a MORENA, a la 4T y a la izquierda mexicana.
Porque la historia no la escriben los cínicos ni los desencantados, sino quienes —aun reconociendo las imperfecciones— deciden no soltar nunca la mano de su pueblo.